Sin

«Deshilada» de Lilian Rosales (IG ro_garabatos)

Quise echar el ancla en este mar

pero mi corazón aún se sentía sin patria

Eterna angustia ésta la de estar de paso

Sin brújula

ni ganas

De no saber a dónde volver

Mi yo se ha vuelto efímero, anómico, anémico, desencantado

Mi yo es ninguno y es todos,

Es de nadie, de sombras, de ningún lugar …

Vuelo desde Suminca

Foto tomada en Santa Marta, Colombia el día de su cremación.

A mi hermana Astrid. (Texto directo que amerita correcciones)

Los parientes de ella jamás pusieron en duda el poder del amor, pero tenían presente que los resultados que esperaban y que calificaban como “buenos”, no siempre habrían de ajustarse a las expectativas de los médicos y menos aún, a los designios de su Dios. Más allá de lo estrictamente científico, y del misterio de la fe que sostiene las fuerzas de todo ser humano aunque se muestre derrotado, el amor cuando triunfa en ocasiones termina venciendo abrumadoramente a nuestras ansias y faltando por goleada a los propios deseos.

Descartadas las peticiones y los ruegos de todos durante un mes de rodillas, quedaron abatidos de largo a largo. Fue éste el inexorable propósito de su Dios. El fatal resultado que les sumergió en un infinito desconsuelo, amargo, enganchoso que hacía doler hasta el propio aliento. Una pena tan difícil de sacudirse de encima como el olor a ajo en las manos de María, la vieja ama de casa encargada de la cocina, en aquellos tiempos en los que eran identificados como miembros de una familia acomodada. Ese aroma desagradable y penetrante que se fugaba por las mañanas desde los fogones del hogar materno, impregnando las sábanas recién lavadas que ondeaban bajo el inclemente sol de Melitón. Tal y como ese olor perturbador más tarde se transformaba en un deleite al paladar y al espíritu, la congoja que les ahogaba aquella tarde algún día, en alguna hora de cualquier día, sería la razón de un Deo gratias.

A consecuencia de la descarnada lucha librada entre el amor que estrechaba los lazos de los supervivientes, y la tristeza crónica aliada de la insalubridad que embargaba a Melitón, pese a las oraciones y a la fe intentando sostener más los propios deseos que los designios del Dios común, aquella noble mujer, hermana de cinco, madre de cuatro, se iría directico al cielo.

Al principio, el desconcierto y la sensación de haber sido castigados fue la idea que probablemente, y muy en lo profundo, compartieron hermanados ya no solo por la sangre sino por el silencio luctuoso que dejaba tras de sí la agonía cebándose con la buena alma. No entendían que aquel espíritu, gracias a ese fatal desenlace, sería liberado de los funestos colores que aunque inadvertidos, pesaban para hacer de mortaja desatando de seguido otras ataduras terrenas entre hondos logros morales, satisfacciones sutiles coleccionadas en la memoria, virtudes irreemplazables, tercos empeños – porque ella era muy cabezuza cuando algo se metida entre ceja y ceja – y finalmente grandes enseñanzas que colmaban su historial de vida. Entre ese amasijo de tesoros también pesaban la carcoma de la incertidumbre y las agonías impuestas por las rutinas de aquella singular pobreza del país que le tocó enfrentar. Pesaban, ¡cuánto pesaban!… El fatal desenlace la liberó así hasta tal punto que su cuerpo lívido ya imperceptible a nuestros ojos y hecho polvo de un blanco nácar parecía honrar la pureza que le había moldeado en la unión de sus padres mientras expelía su más genuina energía. Esa de la que muchos habían sido testigos complacidos cuando su risa y su llanto se desataban incontenibles, siempre profundos, dramáticamente genuinos. Está clarísimo que ella quedó liberada y la sala así se colmó de una extraña sensación de paz que relajó las entrañas de los sobrevivientes, antes retorcidas por el sufrimiento.

La gente de afuera no comprendía la ausencia de gritos y jadeos estruendosos.

Ninguna invocación parecía haber sido suficiente a ojo de buena parte de los no creyentes, para ellos el desenlace era una injusticia. Para los creyentes, en cambio, hermanos e hijos, las paradojas del destino se asimilaban en un episodio más de aquel ejercicio ya continuo y sostenido al que habían sido sometidos en los últimos tres años de pérdidas y purgas. Habiendo despedido a tres del círculo más próximo y a otros tantos más entre primos, otros familiares y amigos. Era entonces posible comprender cómo el amor se expresaba “justo” también en aquel momento de despojo del cuerpo. En esa batalla encarnizada que les arrebataba aquel ser amado de sus abrazos y dejaba solo alivio en el escape de su aliento suave y tibio como una brisa colándose lenta y sutilmente por debajo de su falda.

Su amiga Marisela que presume de algún poder especial, aunque siempre remarcando su condición de escéptica, dijo haber tenido una impactante premonición que adelantaba esa fuga maravillosa de “vida hacia la otra vida” en un mensaje cifrado por Morfeo. La había soñado. La difunta de austera alma y prolíficos planes familiares en agenda para el futuro próximo cuando sus nuevos nietos comenzaban ya a retoñar como pequeñísimas setas por el mundo, venía, se acercaba a Marisela en el sopor de la noche. Se aproximaba sigilosa con su atuendo floreado, su característica sonrisa colorada y elevada en altos tacones de aguja para acostarse de largo en un sofá luego de saludarla. Según la narración de Marisela que confieso me erizó la piel por haber sido un sueño en vísperas de su deceso, en la sala tres personas más le acompañaban además de la propia Marisela. Uno de ellos Oscar, a quién Marisela le habría convidado a charlar con su hermana en medio de la característica bruma que distingue la ensoñación de la vigilia. Nos obstante, para él y las otras dos chicas, ella no yacía en aquel sofá de ninguna manera. Sería sin embargo en ese encuentro el momento en el que Marisela habría entregado el mensaje pleno de amor que todos le ansiaban transmitir por redes, mensajes de whatsapp, llamadas desde decenas de países. Una especie de cadena energética y de oración construida al amparo de creencias variopintas que alcanzaba traspasar los límites geográficos y cual ritual premortem la ungía de buenas vibraciones.

Aquella energía que ya era en términos globales una fuerza capaz de romper cualquier hechizo, de desatar – según los supersticiosos – todo objeto pernicioso que la atara a la oscuridad, toda furia, todo disconfort que pudiera retrasar su paso desde la pena y la agonía que le había embargado en los últimos años y que no la habían vencido gracias al talismán poderoso de su risa, expresión de su franco corazón. Y es que en Melitón la tristeza mata ya lo he dicho, como mata el mal rollo que pulula siempre buscando los resquicios de las almas buenas que se ocultan tras las pequeñas casas caripeladas para que el mal de paso las ignore.

Aquel chaparrón de afecto arrastró de vuelta y sin contemplación “falda abajo” aquella pena y aquella agonía en un recorrido inverso, desde el corpiño ceñido que solía llevar hasta expulsarles lejos de ella y de Melitón. Pero ¡Ah! No todos lo entendieron como la purga de dolor que fue en el instante de lo ocurrido, pese a la gimnasia que ya llevaban encima sus hermanos, sus hijos y hasta el vecindario. ¡Por todos los cielos, que aquello era el triunfo del amor! Ese amor que es más poderoso que cualquier ruina y conjuro maléfico, el amor que conseguía soltar así su magia vigorosa y desanudaba su espíritu aferrado a la resquebrajada y malagradecida tierra melitoniana.

Claro que sus parientes querían quedarse al pie de su sonrisa eternamente si hubiera sido posible (¿ y quién no?), nadie lo habría puesto en duda, aunque hacía rato las manos de muchos habían sido paralizadas ya por las ansias. No las de su médico (que también era su hermano), las de su segundo médico (que era la propia hija), las de su médico tratante ( que era la tía-suegra del primer médico). Por supuesto que sus parientes más distantes no entendían la pijotera razón de aquello que parecía otro castigo para quienes la amaban.

La tierra del vecino país de Melitón confabularía con aquellas fuerzas del bien. Apenas a dos pasos al oeste de la línea fronteriza desde el infierno rojo melitoniano, Suminca, que también guardaba en la memoria treinta años de guerras intestinas jaloneadas por la droga, los dolores y los exorcismos, las despedidas continuas y las desapariciones en racimo, recibiría su cuerpo para ungirlo con los afectos callados y soltar sus amarras y lastres. Aquella población vecina había aprendido a sanar heridas rescatado con guáramo el silencio para que resonara en él la melodía callada de la libertad. Me atrevo a especular que su aire, siempre al parecer más limpio desde que se celebró la paz entre las víctimas y las guerrillas, ayudaba a desatascar el valor de la gente apelotonado en la reserva de cada uno. En Melitón aquel ejercicio habría sido imposible a día de hoy porque el amor callado acaba siempre secuestrado por las fuerzas oscuras. Además, la dura y cascaroza tierra melitoniana no solo no merecía abrazar el cuerpo valiente de aquella digna guerrera, recibir sus cenizas o lo que fuera que se hubiese decidido tras el sepelio con sus restos, más bien, y eso visto a la distancia, la energía de Melitón hubiese retardado y hasta impedido su partida valerosa, prolongando un sufrimiento que no le era merecido, ya había ocurrido con la madre de los dolientes escasos años atrás. Porque en las agrietadas esteras mancilladas por el tirano y sus secuaces, no solo el luto y la pena rezuman sino los malos conjuros, las fuerzas tenebrosas. Esas acabarían pesándole de seguro al ánima. No iban a someter los restos y el alma a tamaña prisión.

Fue en Suminca, una pequeñita población al este del país vecino, a orillas del mar Jurco, donde la noble cabellera fue coronada por su hermano y su hija con alientos sutiles que susurraron viejos amores, antiguos afectos y enormes fidelidades, honra y glorias para quien merecía todo reconocimiento. Su espíritu poderoso y límpido recuperaba incomparables respetos. Relucía en la costa plena ese amor colectivo que ella había ganado en un pulso con las vicisitudes a punta de tejerlo en el día a día con ese esmero heredado en la sangre. Con la dedicación y el desvelo con el que su propia abuela remendaba y zurcía en el vaivén de la mecedora, día tras día, los estropicios en los ropajes familiares poniendo el corazón en cada trapito.  

Ella merecía volar al viento como una cometa en su ya liviandad, libre de cualquier atadura para que las ansias de su espíritu, siempre inquieto, alcanzaran el destino que había designado su Dios, en apariencia y solo en apariencia, deslucido por las miserias del maldito pueblo melitociano. Ella merecía soltarse para encarnar en ese designio, un milagro solo visto y comprendido por quienes podían reconocer aquello a ojos de fe. Esa tarde su sonrisa, su apuro eterno, su generosidad sin fondo, su cuerpo “bailongo”, su femineidad y su gigante modestia se convirtieron en otra trenza zurcida, esta vez de mágicas cenizas que cayeron al agua mientras el sol agónico al borde del Jurco, sabiendo de la valentía de aquella buena alma en los días signados por el sufrimiento y las noches arrebatadas en preocupaciones estériles, concedió a los ojos de sus parientes envueltos en la congoja y la bruma de la sal propia, alivio para su desconsuelo en un prodigioso atardecer. Astrid era por fin libre.

La tristeza letal en Melitón

A mi hermana que supera la lucha contra el Covid19.

El enemigo finalmente conquistó territorio desde la falda hasta el corpiño roído por la polilla de la miseria y el ánimo quebrado, patrimonio de tantas mujeres en el pueblo de Melitón. Llegó al borde de su enagua escondido, colonizando toda la urdimbre y la trama.

Hay quien asegura que venía en alguna fruta -de polizón- y Ruth que le va siguiendo el paso aunque no le haya visto, dice que tuvo que arribar camuflado en los zapatos del electricista a quien, por un asunto lógico de pudores de antaño aún conservados, había sido imposible obligarlo a desnudarse para cumplir con las recomendaciones de mantener la amenaza a raya de casa. Aunque yo insisto en mi hipótesis para nada despreciable. Es más que probable que el impalpable y escurridizo demonio diminuto se hubiera instalado mucho antes entre las fibras de sus ropajes, cuando sumando el número 60 de la interminable cola entre potenciales víctimas ocupadas en repostar gasolina, ella se convertía – como otro cualquiera – en el blanco inesperado. La maldita cola era el ecosistema de aquel universo amenazante contenido en las diminutas gotitas de saliva suspendidas que aderezaban las emanaciones -mixtura de sudores, aroma a soleado y prenda húmeda, por cojones imposible de evitar.  En aquel drama compartido de la escasez, donde el obrero y el señorito de bien se confunden, agobiados todos por el calor pasteurizando el ánimo, ninguna mascarilla permanece en su correcto lugar.

Puede que haya sido esa la trayectoria del hostil, que no es ser porque no vive pero encarna la paradoja de arrebatar la vida. Nadie lo sabe porque nadie lo ve. Aquello seguirá siendo un misterio. Solo tenemos la certeza de que escurriéndose llegó hasta ella, seguramente la víctima perfecta. Ella quien tan solo un mes atrás había perdido al tester de su sazón, su saliva y su sexo, el compañero de incertidumbres y cotidianas certezas . Para colmo por aquellos días la pizarra de la cocina le taladraba en el pecho la misa por el aniversario de la muerte (también reciente) de su amada madre.

Su dolor era conocido por el vecindario pero no representaba un caso singular. Ella como muchas otras venía arrastrando la capa de croché y tristeza barriendo a su paso el suelo y atrapando con su larga y pesarosa cola las motas de polvo, las bolas de pelo y pelusa, la mugre de la calle empobrecida de aquel pueblo sin ley, e irremediablemente, la endemoniada bestia diminuta. Ha sido la tristeza la responsable de empujarla sobre la línea fronteriza y más allá hasta rozar el abismo oscuro del que no se conoce vuelta. La tristeza que en el olvidado poblado de Melitón es tremendamente más letal que la propia virulencia que lo azota.

AMOR DE ESCOMBROS

Dio la vuelta contando cada paso
y continuó preñada de canciones camino al olvido
mientras, su calor se evaporaba entre el atardecer.
Nadie mejor se había inventado un amor así, entre escombros…

Ella soplaba colores aún a su partida
y sacaba chispas de su universo frágil.
Él callaba su verdad: nada era cierto.

Maldito destino arrebató pinceles y lunas.
retrotrajo la realidad hasta cavar el sueño.

Les estrelló contra razones.

Él, borrón y cuenta nueva.
Ella barrió cuanto rincón escondía una estrella.
Él se hizo de la noche.
Y se arroparon de tiempo…

De costado una tarde,
muchos años después sus cuerpos se cruzaron,
se fundieron aunque extraños ya uno del otro
y el aire enrarecido solo jugaba a ser silencios,
la magia fracasaba,
había muerto desde adentro.

El sudor, fue seco;
las lágrimas naufragaban cazadas de rabia,
la distancia amenazaba con discurrir por sus vidas
convirtiéndose en talanquera,
ni el febril recuerdo haría de fantasía.

Y cabalgando sobre un rezago,
la humedad se redujo a un nunca
liberando los susurros de azules imposibles.

Ella cerró los ojos,
exorcizó el corazón
y se apegó al montón de rutina,
colgada,
rozando despacito la última bocanada de aliento que él le había regalado.


Notas disonantes

Foto cortesía de Deflyne Coppens

Regresaste como todo

cuando es delicioso y breve

con apetitos ajenos

a mi alma que no llueve.

Las miradas gritan lodos

palíndromos y anagramas

garrapiñados bocetos

se derraman en tus ganas.

Silenciados y escondidos

secretos traes y robas

desenfadados ligeros

conquistas, galán de alcoba.

Me revela tu saliva

que el fuego no se ha apagado

Que urgido por la sentencia

no ha quedado resignado.

Ungido de tanto gozo

más ansioso que desahogado

tú, sombra, la nada, el todo

reduces mi desenfado.

Sin barrotes, con ribetes

cual disco de antiguo tango

mezclas sudor y poemas

lágrimas y desencanto.

Con móviles y expectantes

ganas antiguas, las de antes,

anudando tus gemidos

las notas son disonantes.

EN TODAS PARTES, EN NINGUNA

Foto cortesía: Lalo Hernández

Mi hogar en todas partes y en ninguna,
entidad que habita en mi memoria,
ráfaga de recuerdos contenidos,
Y su renuncia, al tiempo, que devora.

Mi hogar, en todas partes y en ninguna.
Roto, reconstruido, mutado, otro.
Cada nuevo triste despertar implora,
lo que la melancolía en vano atesora.

Allá quedó el vívido paisaje
de mis paseos por los Andes nebulosos,
el cruzar sobre el puente,
el Orinoco,
las tardes de café en Sabana Grande.

Quedaron suspendidos, cual garantes
los besos de mamá,
su tibio abrazo,
las rutas que a mis pies marcaron paso,
mi patio de antes,
mi chicharra
y mis amantes.

Revuelvo entre mis sueños los rastrojos
de una niñez feliz
de una vida suspendida.
De caminos ocultos en las sombras,
cuando la norma ha sido subvertida.

Ni casa,
ni alivio, ni victorias
quedan ilesos ni en pie.
No hay moratoria
cuando la vida ha sido recocida.

Como la cuenta en banco, hoy la vida,
ha quedado desierta, sustraída.
Cuanto tuve, todo, se ha vaciado
tras la incesante e intensa sacudida.

Sorteando incertidumbre, voy volando,
desfallecida, hueca, removida…
Mordiendo -al evocar- todas las sobras
sabiendo que la muerte es peregrina.